5. PRINCIPALES ORADORES Y SUS TEXTOS

Aquí tienes algunos de los máximos oradores junto con algunos de los textos que escribieron y dijeron o, en algún caso, puede que dijeran. Trata de emularlos. 




GRANDES ORADORES GRIEGOS Y SUS DISCURSOS
TEMÍSTOCLES (en las Vidas paralelas, de Plutarco): Discusión de Temístocles en el Estado mayor de los griegos, durante la batalla de Salamina contra los persas. Temístocles, comandante en jefe de los atenienses, se enfrenta al Almirante de la flota griega, el espartano Euribíades, sobre dónde colocar la flota para enfrentarse a la armada persa.

Cuando todavía era un niño hay acuerdo general sobre que era impetuoso, por naturaleza inteligente y, de vocación, ambicioso y político. En los descansos y recreos de los estudios no jugaba ni se divertía como la mayoría de los niños, sino que se le podía encontrar practicando cierto tipo de discursos y ensimismado. Consistían estos discursos en la acusación o defensa de alguno de los ninos. Por eso el maestro solía decir, dirigiéndose a él: “Tú, niño, no serás poca cosa, sino algo ciertamente grande para bien o para mal”. De las enseñanzas, aprendía con lentitud y sin ilusión las que conforman el carácter o las que se cultivan por placer y para adquirir la elegancia propia de hombres libres; y por las que se dicen útiles para la inteligencia o la acción se mostraba despreocupado contra lo normal en su edad, como si confiara solo en su naturaleza. De ahí que más adelante, cuando en las tertulias que se consideran propias de hombres libres y refinadas era objeto de burlas por los que presumen de buena educación, se veía forzado a defenderse de forma mas bien tosca. Decía que no era experto en afinar una lira y tocar un psalterio, pero si en coger una ciudad pequeña y sin gloria y convertirla en grande y prestigiosa.

Era comandante en jefe de la flota Euribiades por el prestigio de Esparta; a causa de su debilidad ante el peligro, quiso levar anclas y poner rumbo al Istmo, donde se había reunido también el ejército de tierra de los peloponesios; a esto se opuso Temístocles. Fue entonces cuando dicen que se cruzaron las famosas palabras; Euribíades se dirigió a él y le dijo: “Temístocles, en las competiciones pegan con el bastón a los que salen antes de tiempo”. “Sí” —respondió Temístocles— “pero no dan la corona a los que llegan los últimos”. Aquel levantó el bastón como para pegarle y Temístocles añadió: “Pégame, pero escucha”. Euribíades, admirando su sangre fría, le ordenó hablar y Temístocles trató de convencerlo. Dijo entonces alguien que no era pertinente que un hombre sin ciudad enseñara a los que la tienen a que abandonen y traicionen sus patrias; Temístocles lo interrumpió y dijo: “Entérate, miserable, nosotros hemos abandonado nuestras casas y murallas, porque creemos que no vale la pena ser esclavos por unos enseres sin vida; pero lo que es ciudad, tenemos la mas importante de las griegas, los doscientos trirremes que ahora están con vosotros, para ayudaros si queréis salvaros con ellos; y si os marcháis y nos hacéis traición por segunda vez, todos los griegos sabrán inmediatamente que los atenienses han ganado una ciudad libre[1] y un país no inferior al que perdieron”. Cuando Temístocles dijo esto, Euribíades reflexiono y tuvo miedo de que los atenienses los abandonaran y se fueran. El comandante de los eretrios intentó replicarle algo y Temístocles le dijo: “Pero es que tambien vosotros vais a opinar sobre guerra, vosotros que, como los calamares, tenéis espada, pero carecéis de corazón?”. Se cuenta por algunos autores que, mientras Temístocles mantenía esta discusión desde el puente de la nave, se vio volar una lechuza por la derecha de las naves y posarse en la parte alta del mástil; esto fue determinante para que se sumaran a su plan y se aprestaran para el combate.





PERICLES: Discurso fúnebre por los caídos en el 431 a.C., primer año de la guerra del Peloponeso (transmitido por Tucídides en su historia). 
[…]
II. Comenzaré, ante todo, por nuestros antepasados, pues es justo y, al mismo tiempo, apropiado a una ocasión como la presente, que se les rinda este homenaje de recordación. Habitando siempre ellos mismos esta tierra a través de sucesivas generaciones, es mérito suyo el habérnosla legado libre hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de alabanza, más aún lo son nuestros padres, quienes, además de lo que recibieron como herencia, ganaron para sí, no sin fatigas, todo el imperio que tenemos, y nos lo entregaron a los hombres de hoy.
En cuanto a lo que a ese imperio le faltaba, hemos sido nosotros mismos, los que estamos aquí presentes, en particular los que nos encontramos aún en la plenitud de la edad (1), quienes lo hemos incrementado, al paso que también le hemos dado completa autarquía a la ciudad, tanto para la guerra como para la paz. Pasaré por alto las hazañas bélicas de nuestros antepasados, gracias a las cuales las diversas partes de nuestro imperio fueron conquistadas, como asimismo las ocasiones en que nosotros mismos o nuestros padres repelimos ardorosamente las incursiones hostiles de extranjeros o de griegos, ya que no quiero extenderme tediosamente entre conocedores de tales asuntos. Antes, empero, de abocarme al elogio de estos muertos, quiero señalar en virtud en qué normas hemos llegado a la situación actual, y con qué sistema político y gracias a qué costumbres hemos alcanzado nuestra grandeza. No considero inadecuado referirme a asuntos tales en una ocasión como la actual, y creo que será provechoso que toda esta multitud de ciudadanos y extranjeros lo pueda escuchar.
III. Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los vecinos (2); más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servimos de modelo para algunos (3). En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia (4); respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de hacerlo.
Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de presenciar. Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.
IV. Por otra parte, como descanso de nuestros trabajos, le hemos procurado a nuestro espíritu una serie de recreaciones. No sólo tenemos, en efecto, certámenes públicos y celebraciones religiosas repartidos a lo largo de todo el año, sino que también gozamos individualmente de un digno y satisfactorio bienestar material, cuyo continuo disfrute ahuyenta a la melancolía.
Y gracias al elevado número de sus habitantes, nuestra ciudad importa desde todo el mundo toda clase de bienes, de manera que los que ella produce para nuestro provecho no son, en rigor, más nuestros que los foráneos (5).
V. A nuestros enemigos les llevamos ventaja también en cuanto al adiestramiento en las artes de la guerra, ya que mantenemos siempre abiertas las puertas de nuestra ciudad y jamás recurrimos a la expulsión de los extranjeros para impedir que se conozca o se presencie algo que, por no hallarse oculto, bien podría a un enemigo resultarle de provecho observarlo (6).
Y es que, más que en los armamentos y estratagemas, confiamos en la fortaleza de alma con que naturalmente acometemos nuestras empresas. Y en cuanto a la educación, mientras ellos procuran adquirir coraje realizando desde muy jóvenes una ardua ejercitación, nosotros, aunque vivimos más regaladamente, podemos afrontar peligros no menores que ellos (7).
Prueba de esto es que los espartanos no realizan sin la compañía de otros sus expediciones militares contra nuestro territorio, sino junto a todos sus aliados; nosotros, en cambio, aun invadiendo solos tierra enemiga y combatiendo en suelo extraño contra quienes defienden lo suyo, la mayor parte de las veces nos llevamos la victoria sin dificultad. Además, ninguno de nuestros enemigos se ha topado jamás en el campo de batalla con todas nuestras fuerzas reunidas, pues simultáneamente debemos atender la manutención de nuestra flota y, en tierra, el envío de nuestra gente a diversos lugares. Sin embargo, cada vez que en algún lugar ellos se trenzan en lucha con una facción de los nuestros y resultan vencedores, se ufanan de habernos rechazado a todos, aunque sólo han vencido a algunos, y si salen derrotados, alegan que lo fueron ante todos nosotros juntos. Pero lo cierto es que, ya que preferimos afrontar los peligros de la guerra con serenidad antes que habiéndonos preparado con arduos ejercicios, ayudados más por la valentía de los caracteres que por la prescrita en ordenanzas, les llevamos la ventaja de que no nos angustiamos de antemano por las penurias futuras, y, cuando nos toca enfrentarlas, no demostramos menos valor que ellos viven en permanente fatiga.
Pero no sólo por éstas, sino también por otras cualidades nuestra ciudad merece ser admirada.
VI. En efecto, amamos el arte y la belleza sin desmedirnos, y cultivamos el saber sin ablandarnos. La riqueza representa para nosotros la oportunidad de realizar algo, y no un motivo para hablar con soberbia; y en cuanto a la pobreza, para nadie constituye una vergüenza el reconocerla, sino el no esforzarse por evitarla. Los individuos pueden ellos mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las materias políticas es insuficiente. Somos los únicos que tenemos más por inútil que por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad.
Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la cosa pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer. Y esto porque también nos diferenciamos de los demás en que podemos ser muy osados y, al mismo tiempo, examinar cuidadosamente las acciones que estamos por emprender; en este aspecto, en cambio, para los otros la audacia es producto de su ignorancia, y la reflexión los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser reputados como los de mayor fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto los padecimientos como los placeres, no por ello retroceden ante los peligros.
También por nuestra liberalidad somos muy distintos de la mayoría de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios, sino prestándolos, que nos granjeamos amigos. El que hace un beneficio establece lazos de amistad más sólidos, puesto que con sus servicios al beneficiado alimenta la deuda de gratitud de éste. El que debe favores, en cambio, es más desafecto, pues sabe que al retribuir la generosidad de que ha sido objeto, no se hará merecedor de la gratitud, sino que tan sólo estará pagando una deuda. Somos los únicos que, movidos, no por un cálculo de conveniencia, sino por nuestra fe en la liberalidad, no vacilamos en prestar nuestra ayuda a cualquiera (8).
VII. Para abreviar, diré que nuestra ciudad, tomada en su conjunto, es norma para toda Grecia, y que, individualmente, un mismo hombre de los nuestros se basta para enfrentar las más diversas situaciones, y lo hace con gracia y con la mayor destreza. Y que estas palabras no son un ocasional alarde retórico, sino la verdad de los hechos, lo demuestra el poderío mismo que nuestra ciudad ha alcanzado gracias a estas cualidades. Ella, en efecto, es la única de las actuales que, puesta a prueba, supera su propia reputación; es la única cuya victoria, el agresor vencido, dada la superioridad de los causantes de su desgracia, acepta con resignación; es la única, en fin, que no les da motivo a sus súbditos para alegar que están inmerecidamente bajo su yugo.
Nuestro poderío, pues, es manifiesto para todos, y está ciertamente más que probado. No sólo somos motivo de admiración para nuestros contemporáneos, sino que lo seremos también para los que han de venir después.
No necesitamos ni a un Homero que haga nuestro panegírico, ni a ningún otro que venga a darnos momentáneamente en el gusto con sus versos, y cuyas ficciones resulten luego desbaratadas por la verdad de los hechos. Por todos los mares y por todas las tierras se ha abierto camino nuestro coraje, dejando aquí y allá, para bien o para mal, imperecederos recuerdos.
Combatiendo por tal ciudad y resistiéndose a perderla es que estos hombres entregaron notablemente sus vidas; justo es, por tanto, que cada uno de quienes les hemos sobrevivido anhele también bregar por ella.


LISIAS: En defensa del asesinato de Eratóstenes: Lisias era un logógrafo, un escritor de discursos por encargo. Él mismo, al no ser ciudadano, tenía vedado el uso de la palabra pública en el estado ateniense. En este discurso, Lisias escribe como si fuera quien lo pronuncia, un tal Eufileto, que se defiende de la acusación de asesinato de Eratóstenes, esgrimiendo que este último cometió adulterio con su mujer y, por tanto, le asistía el derecho natural de eliminarlo. Es uno de los grandes discursos privados que se conservan de la literatura griega y un excepcional documento sobre la vida cotidiana ática y la condición de la mujer en la época clásica.


Juzgo, señores, que mi obligación es, precisamente, demostrar que Eratóstenes cometió adulterio con mi mujer y que la corrompió; que cubrió de baldón a mis hijos y me afrentó a mi mismo invadiendo mi propia casa; que no teníamos él y yo ninguna clase de desavenencia, excepto ésta, ni lo he realizado por dinero -a fin de verme rico de pobre que era- ni por ganancia alguna como no sea la venganza que la ley me otorga. Os mostraré, por . consiguiente, desde el principio todas mis circunstancias sin omitir nada y diciendo la verdad. Ésta es la única salvación para mi, segun creo: si consigo relataros absolutamente todos los sucesos.
Yo, atenienses, cuando decidí matrimoniar, y llevé mujer a casa, fue mi disposición durante casi todo el tiempo no atosigarla ni que tuviera excesiva libertad de hacer lo que quisiera. La vigilaba cuanto me era posible y no dejaba de prestarle atención como es natural. Pero cuando me nació un hijo ya confiaba en ella y puse en sus manos todas mis cosas, pensando que ésta era la mayor prueba de familiaridad. Pues bien, en los primeros tiempos, atenienses, era la mejor de todas: hábil y fiel despensera, todo lo administraba escrupulosamente. Pero cuando se me murió mi madre, cuya muerte fue la culpable de todas mis miserias pues mi mujer fue a acompañarla en su entierro y fue vista en la comitiva por este hombre, y se dejó corromper con el tiempo. En efecto, esperaba a la esclava que solía ir al mercado y, dándole conversación, consiguió perderla. Bien, para empezar, señores, pues esto también tengo que decíroslo, poseo una casita de dos plantas iguales por la parte del gineceo y del androceo. Cuando nos nació el niño, lo amamantaba la madre. Y, a fin de que ésta no corriera peligro bajando por la escalera cuando hubiera que lavarlo, vivía yo arriba y las mujeres abajo.  Era ya algo tan habitual, que muchas veces mi mujer bajaba para dormir abajo junto al niiío por darle el pecho y que no llorara. Durante mucho tiempo iban así las cosas y yo jamás di en sospechar. Al contrario, tan inocente estaba yo, que pensaba que mi mujer era la más discreta de toda Atenas. Pasado un tiempo, seilores, me presento un día inesperadamente del campo; después de la cena chillaba el niño y alborotaba importunado a propósito por la esclava para que lo hiciera. (Y es que el hombre estaba dentro, que luego me enteré de todo.) Conque ordené a mi mujer que saliera a dar el pecho al niño para que dejara de llorar. Al principio ella se negaba, como si estuviera complacida de verme llegar después de un tiempo. Y cuando, ya encolerizado, le ordené que se marchara, dijo: «Sí, si, para que tientes aquí a la mozuela, que ya antes la has arrastrado estando ebrio”. Echéme a reír, y ella se levantó y, alejándose, cerró la puerta simulando juguetear, y echó la llave. Yo que nada de esto imaginaba ni sospechaba nada, dormí a placer, llegado como estaba del campo. Y cuando ya se acercaba el día, se presentó ella y abrió la puerta. Como yo le preguntara por qué hacían ruido de noche las puertas, contestó que se había apagado el candil de junto al niño Y lo había vuelto a encender en casa de los vecinos. Callé yo, pensando que era tal. Pareciome con todo, señores, que tenía pintada la cara, aunque su hermano no llevaba muerto todavía treinta días. Sin embargo, ni aun así dije palabra sobre el asunto y salí marchándome en silencio.
Señores, tras estos hechos pasó un tiempo, y yo me encontraba muy ignorante de mis propios males, cuando me vino una vieja esclava 9, enviada por una mujer con la que aquel cometía adulterio, según oí después. Encontrábase irritada ésta y se consideraba ultrajada, porque ya no visitaba su casa con la misma frecuencia, y se puso al acecho hasta que descubrid cuál era el motivo. Acercóse, pues, la esclava y poniéndosie al acecho cerca de mi casa dijo: “Eufileto, no vayas a plensar que vengo a ti por ninguna clase de enredo. Resulta que el hombre que te injuria tanto a ti como a tu mujer es enemigo nuestro. Con que te enterarás de todo, si coges a la sirvienta que os va al mercado y os hace los recados y la interrogas. Es, continuó, Erastóstenes de Oe quien lo hace. No sólo es el corruptor de tu mujer, sino de muchas otras. Ése es el oficio que tiene”.





DEMÓSTENES: Sobre la Corona, 168 – 174: El mayor orador griego de la historia, el CR7 de la oratoria[2], hace resumen en esta obra de sus méritos como máximo baluarte de entre los políticos atenienses de su época contra la amenaza a la proverbial libertad griega que venía del frío norte macedónico y su rey Filipo II, padre de Alejandro Magno.

Una vez que Filipo dispuso de este modo las mutuas relaciones entre las ciudades por medio de esos, enaltecido por estos decretos y las respuestas, llegó con sus tropas y tomó Elatea, en la idea de que, por más que aconteciese, ya no nos pondríamos de acuerdo nosotros y los tebanos. Pero, por cierto, todos sabéis la confusión que entonces se produjo en la ciudad; escuchad, no obstante, brevemente los rasgos más esenciales e imprescindibles de aquélla.
Era ya plena tarde y llegó alguien junto a los prítanes anunciando que Elatea había sido tomada. Y tras eso, unos, levantándose, al punto, a mitad de la cena, echaban a los de las tiendas de la plaza y prendían fuego a los zarzos dc mimbres,  otros mandaban buscar a los estrategos y llamaban al trompeta; llena estaba de confusión la ciudad. Y al día siguiente, con el día, los prítanes convocaban al Consejo en su lugar de reunión y vosotros marchabais a la asamblea, y antes de que aquel hubiese tratado asuntos y adoptado resoluciones previas, todo el pueblo estaba sentado arriba. Y después, cuando llegó el Consejo y comunicaron los prítanes lo que se les había anunciado y presentaron al recién llegado y aquél habló, preguntaba el heraldo: «¿Quién quiere tomar la palabra?» Pero nadie se presentaba. Y aunque muchas veces el heraldo repetía la pregunta, no más por ello se levantaba nadie, pese a que estaban presentes todos los estrategos y todos los oradores y a pesar de que la patria llamaba a quien quisiera hablar en defensa de su salvación; pues la voz que emite el heraldo de acuerdo a las leyes, justo es considerarla voz común de la patria. Bien es verdad que si hubiera sido menester que se presentaran los que querían la salvación de la ciudad, todos vosotros y los demas atenienses, puestos en pie, os habríais encaminado a la tribuna; pues que todos vosotros queríais que la patria se salvase; y si esa obligación hubiera afectado a los más ricos, habrían acudido los trescientos; y si hubiera correspondido a quienes son a la vez ambas cosas, bien dispuestos para con la ciudad y ricos, se habrían presentado los que después de aquello aportaron tan generosas donaciones. Pues esas donaciones las hicieron tanto por su buena voluntad como por su riqueza. Pero, a lo que parece, aquella ocasión y el día aquel reclamaban a un hombre no sólo bienintencionado y rico, sino también a uno que hubiera seguido de cerca el desarrollo de los acontecimientos desde el principio y hubiese reflexionado rectamente preguntándose por qué actuaba Filipo de esa manera y qué pretendía; pues el que no conociera esos extremos ni los hubiera examinado con esmero desde tiempo atrás, ni, aunque fuese bienintencionado y rico, iba a saber mejor lo que era necesario hacer ni iba a poder aconsejaros. Pues bien, ese hombre que apareció aquel día fui yo y presentándome os dirigí una alocución que quiero me escuchéis prestando atención, por dos razones: una, para que sepáis que yo fui el único de entre los oradores y hombres de estado que no abandoné en los peligros mi puesto de bue.na intención, sino que en él se me encontraba, al pasar revista, hablando y proponiendo las medidas que convenían para vuestro bien en medio mismo de aquellas terribles circunstancias; y la otra razón, para que gastando poco tiempo seáis mucho más duchos para el futuro en la totalidad de la administración pública. Así pues, dije: […]



[1] Los atenienses luchaban por quedarse en su ciudad. La alternancia planteada a la conquista persa no era el sometimiento y obediencia al invasor, sino la evacuación completa de toda la ciudad y su emigración a alguna de sus colonias mediterráneas.