5. PRINCIPALES ORADORES Y SUS TEXTOS
Aquí tienes algunos de los máximos oradores junto con algunos de los textos
que escribieron y dijeron o, en algún caso, puede que dijeran. Trata de
emularlos.
GRANDES ORADORES GRIEGOS Y SUS DISCURSOS
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhKv1GHEAetsWOnw92NC_Ch4L1jq8AZK5JFVlWIBnISRs6GSG9v89ttYqwGJK5zSUpjGVaeFi31IVvF_DXDzRqKCgc-9dhg4jf1rJ3DnAFzKLoC7SI9oimz13AkzUI3WMciU5xHFu06yN2f/s320/Tem%25C3%25ADstocles.png)
Cuando todavía era un niño
hay acuerdo general sobre que era impetuoso, por naturaleza inteligente y, de vocación, ambicioso y político. En los descansos y
recreos de los estudios no jugaba ni se divertía como la mayoría de los niños,
sino que se le podía encontrar practicando cierto tipo de discursos y
ensimismado. Consistían estos discursos en la acusación o defensa de alguno de
los ninos. Por eso el maestro solía decir, dirigiéndose a él: “Tú, niño, no
serás poca cosa, sino algo ciertamente grande para bien o para mal”. De las
enseñanzas, aprendía con lentitud y sin ilusión las que conforman el carácter o
las que se cultivan por placer y para adquirir la elegancia propia de hombres
libres; y por las que se dicen útiles para la inteligencia o la acción se
mostraba despreocupado contra lo normal en su edad,
como si confiara solo en su naturaleza. De ahí que más adelante, cuando en las
tertulias que se consideran propias de hombres libres y refinadas era objeto de
burlas por los que presumen de buena educación, se veía forzado a defenderse de
forma mas bien tosca. Decía que no era experto en afinar una lira y tocar un
psalterio, pero si en coger una ciudad pequeña y sin gloria y convertirla en
grande y prestigiosa.
Era comandante en jefe de la flota Euribiades por el
prestigio de Esparta; a causa de su debilidad ante el peligro, quiso levar anclas y poner rumbo al Istmo, donde se había reunido también el ejército de tierra de los
peloponesios; a esto se opuso
Temístocles. Fue entonces cuando dicen que se cruzaron las famosas palabras; Euribíades se dirigió a él y le dijo:
“Temístocles, en las competiciones pegan con el bastón a los que salen antes de
tiempo”. “Sí” —respondió Temístocles— “pero no dan la corona a los que llegan
los últimos”. Aquel levantó el bastón como para pegarle y Temístocles añadió:
“Pégame, pero escucha”. Euribíades, admirando su sangre fría, le ordenó hablar
y Temístocles trató de convencerlo. Dijo entonces alguien que no era pertinente
que un hombre sin ciudad enseñara a los que la tienen a que abandonen y
traicionen sus patrias; Temístocles lo interrumpió y dijo: “Entérate,
miserable, nosotros hemos abandonado nuestras casas y murallas, porque creemos que
no vale la pena ser esclavos por unos enseres sin vida; pero lo que es ciudad,
tenemos la mas importante de las griegas, los doscientos trirremes que ahora
están con vosotros, para ayudaros si queréis salvaros con ellos; y si os marcháis
y nos hacéis traición por segunda vez, todos los griegos sabrán inmediatamente
que los atenienses han ganado una ciudad libre[1] y un país no inferior al
que perdieron”. Cuando Temístocles dijo esto, Euribíades reflexiono y tuvo miedo de que los atenienses los
abandonaran y se fueran. El comandante de los eretrios intentó replicarle algo y
Temístocles le dijo: “Pero es que tambien vosotros vais a opinar sobre guerra,
vosotros que, como los calamares, tenéis espada, pero carecéis de corazón?”. Se
cuenta por algunos autores que, mientras Temístocles mantenía esta discusión
desde el puente de la nave, se vio volar una lechuza por la derecha de las
naves y posarse en la parte alta del mástil; esto fue determinante para que se sumaran
a su plan y se aprestaran para el combate.
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[…]
II. Comenzaré, ante todo, por
nuestros antepasados, pues es justo y, al mismo tiempo, apropiado a una ocasión
como la presente, que se les rinda este homenaje de recordación. Habitando
siempre ellos mismos esta tierra a través de sucesivas generaciones, es mérito
suyo el habérnosla legado libre hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de
alabanza, más aún lo son nuestros padres, quienes, además de lo que recibieron
como herencia, ganaron para sí, no sin fatigas, todo el imperio que tenemos, y
nos lo entregaron a los hombres de hoy.
En cuanto a lo que a ese imperio le
faltaba, hemos sido nosotros mismos, los que estamos aquí presentes, en
particular los que nos encontramos aún en la plenitud de la edad (1), quienes
lo hemos incrementado, al paso que también le hemos dado completa autarquía a la
ciudad, tanto para la guerra como para la paz. Pasaré por alto las hazañas
bélicas de nuestros antepasados, gracias a las cuales las diversas partes de
nuestro imperio fueron conquistadas, como asimismo las ocasiones en que
nosotros mismos o nuestros padres repelimos ardorosamente las incursiones
hostiles de extranjeros o de griegos, ya que no quiero extenderme tediosamente
entre conocedores de tales asuntos. Antes, empero, de abocarme al elogio de
estos muertos, quiero señalar en virtud en qué normas hemos llegado a la
situación actual, y con qué sistema político y gracias a qué costumbres hemos
alcanzado nuestra grandeza. No considero inadecuado referirme a asuntos tales
en una ocasión como la actual, y creo que será provechoso que toda esta
multitud de ciudadanos y extranjeros lo pueda escuchar.
III. Disfrutamos de un régimen
político que no imita las leyes de los vecinos (2); más que imitadores de
otros, en efecto, nosotros mismos servimos de modelo para algunos (3). En
cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce en favor de la
mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia (4);
respecto a las leyes, todos gozan de iguales derechos en la defensa de sus
intereses particulares; en lo relativo a los honores, cualquiera que se
distinga en algún aspecto puede acceder a los cargos públicos, pues se lo elige
más por sus méritos que por su categoría social; y tampoco al que es pobre, por
su parte, su oscura posición le impide prestar sus servicios a la patria, si es
que tiene la posibilidad de hacerlo.
Tenemos por norma respetar la
libertad, tanto en los asuntos públicos como en las rivalidades diarias de unos
con otros, sin enojarnos con nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni
exteriorizar nuestra molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de
presenciar. Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos,
en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino
que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en
particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y
las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.
IV. Por otra parte, como descanso de
nuestros trabajos, le hemos procurado a nuestro espíritu una serie de
recreaciones. No sólo tenemos, en efecto, certámenes públicos y celebraciones
religiosas repartidos a lo largo de todo el año, sino que también gozamos
individualmente de un digno y satisfactorio bienestar material, cuyo continuo
disfrute ahuyenta a la melancolía.
Y gracias al elevado número de sus
habitantes, nuestra ciudad importa desde todo el mundo toda clase de bienes, de
manera que los que ella produce para nuestro provecho no son, en rigor, más
nuestros que los foráneos (5).
V. A nuestros enemigos les llevamos
ventaja también en cuanto al adiestramiento en las artes de la guerra, ya que
mantenemos siempre abiertas las puertas de nuestra ciudad y jamás recurrimos a
la expulsión de los extranjeros para impedir que se conozca o se presencie algo
que, por no hallarse oculto, bien podría a un enemigo resultarle de provecho
observarlo (6).
Y es que, más que en los armamentos y
estratagemas, confiamos en la fortaleza de alma con que naturalmente acometemos
nuestras empresas. Y en cuanto a la educación, mientras ellos procuran adquirir
coraje realizando desde muy jóvenes una ardua ejercitación, nosotros, aunque
vivimos más regaladamente, podemos afrontar peligros no menores que ellos (7).
Prueba de esto es que los espartanos
no realizan sin la compañía de otros sus expediciones militares contra nuestro
territorio, sino junto a todos sus aliados; nosotros, en cambio, aun invadiendo
solos tierra enemiga y combatiendo en suelo extraño contra quienes defienden lo
suyo, la mayor parte de las veces nos llevamos la victoria sin dificultad.
Además, ninguno de nuestros enemigos se ha topado jamás en el campo de batalla
con todas nuestras fuerzas reunidas, pues simultáneamente debemos atender la
manutención de nuestra flota y, en tierra, el envío de nuestra gente a diversos
lugares. Sin embargo, cada vez que en algún lugar ellos se trenzan en lucha con
una facción de los nuestros y resultan vencedores, se ufanan de habernos
rechazado a todos, aunque sólo han vencido a algunos, y si salen derrotados, alegan
que lo fueron ante todos nosotros juntos. Pero lo cierto es que, ya que
preferimos afrontar los peligros de la guerra con serenidad antes que
habiéndonos preparado con arduos ejercicios, ayudados más por la valentía de
los caracteres que por la prescrita en ordenanzas, les llevamos la ventaja de
que no nos angustiamos de antemano por las penurias futuras, y, cuando nos toca
enfrentarlas, no demostramos menos valor que ellos viven en permanente fatiga.
Pero no sólo por éstas, sino también
por otras cualidades nuestra ciudad merece ser admirada.
VI. En efecto, amamos el arte y la
belleza sin desmedirnos, y cultivamos el saber sin ablandarnos. La riqueza
representa para nosotros la oportunidad de realizar algo, y no un motivo para
hablar con soberbia; y en cuanto a la pobreza, para nadie constituye una
vergüenza el reconocerla, sino el no esforzarse por evitarla. Los individuos
pueden ellos mismos ocuparse simultáneamente de sus asuntos privados y de los
públicos; no por el hecho de que cada uno esté entregado a lo suyo, su
conocimiento de las materias políticas es insuficiente. Somos los únicos que
tenemos más por inútil que por tranquila a la persona que no participa en las
tareas de la comunidad.
Somos nosotros mismos los que
deliberamos y decidimos conforme a derecho sobre la cosa pública, pues no
creemos que lo que perjudica a la acción sea el debate, sino precisamente el no
dejarse instruir por la discusión antes de llevar a cabo lo que hay que hacer.
Y esto porque también nos diferenciamos de los demás en que podemos ser muy
osados y, al mismo tiempo, examinar cuidadosamente las acciones que estamos por
emprender; en este aspecto, en cambio, para los otros la audacia es producto de
su ignorancia, y la reflexión los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser
reputados como los de mayor fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto
los padecimientos como los placeres, no por ello retroceden ante los peligros.
También por nuestra liberalidad somos
muy distintos de la mayoría de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios,
sino prestándolos, que nos granjeamos amigos. El que hace un beneficio
establece lazos de amistad más sólidos, puesto que con sus servicios al
beneficiado alimenta la deuda de gratitud de éste. El que debe favores, en
cambio, es más desafecto, pues sabe que al retribuir la generosidad de que ha
sido objeto, no se hará merecedor de la gratitud, sino que tan sólo estará
pagando una deuda. Somos los únicos que, movidos, no por un cálculo de
conveniencia, sino por nuestra fe en la liberalidad, no vacilamos en prestar
nuestra ayuda a cualquiera (8).
VII. Para abreviar, diré que nuestra
ciudad, tomada en su conjunto, es norma para toda Grecia, y que,
individualmente, un mismo hombre de los nuestros se basta para enfrentar las
más diversas situaciones, y lo hace con gracia y con la mayor destreza. Y que
estas palabras no son un ocasional alarde retórico, sino la verdad de los
hechos, lo demuestra el poderío mismo que nuestra ciudad ha alcanzado gracias a
estas cualidades. Ella, en efecto, es la única de las actuales que, puesta a
prueba, supera su propia reputación; es la única cuya victoria, el agresor
vencido, dada la superioridad de los causantes de su desgracia, acepta con
resignación; es la única, en fin, que no les da motivo a sus súbditos para
alegar que están inmerecidamente bajo su yugo.
Nuestro poderío, pues, es manifiesto
para todos, y está ciertamente más que probado. No sólo somos motivo de
admiración para nuestros contemporáneos, sino que lo seremos también para los
que han de venir después.
No necesitamos ni a un Homero que
haga nuestro panegírico, ni a ningún otro que venga a darnos momentáneamente en
el gusto con sus versos, y cuyas ficciones resulten luego desbaratadas por la
verdad de los hechos. Por todos los mares y por todas las tierras se ha abierto
camino nuestro coraje, dejando aquí y allá, para bien o para mal, imperecederos
recuerdos.
Combatiendo por tal ciudad y
resistiéndose a perderla es que estos hombres entregaron notablemente sus
vidas; justo es, por tanto, que cada uno de quienes les hemos sobrevivido
anhele también bregar por ella.
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Juzgo, señores, que mi obligación es, precisamente,
demostrar que Eratóstenes cometió adulterio con mi mujer y que la corrompió;
que cubrió de baldón a mis hijos y me afrentó a mi mismo invadiendo mi propia
casa; que no teníamos él y yo ninguna clase de desavenencia, excepto ésta, ni
lo he realizado por dinero -a fin de verme rico de pobre que era- ni por
ganancia alguna como no sea la venganza que la ley me otorga. Os mostraré, por . consiguiente,
desde el principio todas mis circunstancias sin omitir nada y diciendo
la verdad. Ésta es la única salvación para mi, segun creo: si consigo relataros absolutamente todos los
sucesos.
Yo, atenienses, cuando decidí matrimoniar, y llevé mujer
a casa, fue mi disposición durante casi todo el tiempo no atosigarla ni que
tuviera excesiva libertad de hacer lo que quisiera. La vigilaba cuanto me era
posible y no dejaba de prestarle atención como es natural. Pero cuando me nació
un hijo ya confiaba en ella y puse en sus manos todas mis cosas, pensando que
ésta era la mayor prueba de familiaridad. Pues bien, en los primeros tiempos,
atenienses, era la mejor de todas: hábil y fiel despensera, todo lo
administraba escrupulosamente. Pero cuando se me murió mi madre, cuya muerte
fue la culpable de todas mis miserias pues mi mujer fue a acompañarla en su
entierro y fue vista en la comitiva por este hombre, y se dejó corromper con el
tiempo. En efecto, esperaba a la esclava que solía ir al mercado y, dándole
conversación, consiguió perderla. Bien, para empezar, señores, pues esto
también tengo que decíroslo, poseo una casita de dos plantas iguales por la
parte del gineceo y del androceo. Cuando nos nació
el niño, lo amamantaba la madre. Y, a fin de que ésta no corriera peligro
bajando por la escalera cuando hubiera que lavarlo, vivía yo arriba y las
mujeres abajo. Era ya algo tan habitual,
que muchas veces mi mujer bajaba para dormir abajo junto al niiío por darle el
pecho y que no llorara. Durante mucho tiempo iban así las cosas y yo jamás di
en sospechar. Al contrario, tan inocente estaba yo, que pensaba que mi mujer
era la más discreta de toda Atenas. Pasado un tiempo, seilores, me presento un
día inesperadamente del campo; después de la cena chillaba el niño y alborotaba
importunado a propósito por la esclava para que lo hiciera. (Y es que el hombre
estaba dentro, que luego me enteré de todo.) Conque ordené a mi mujer que
saliera a dar el pecho al niño para que dejara de llorar. Al principio ella se
negaba, como si estuviera complacida de verme llegar después de un tiempo. Y
cuando, ya encolerizado, le ordené que se marchara, dijo: «Sí, si, para que
tientes aquí a la mozuela, que ya antes la has arrastrado estando ebrio”. Echéme a reír, y ella se
levantó y, alejándose, cerró la puerta simulando juguetear, y echó la llave. Yo
que nada de esto imaginaba ni sospechaba nada, dormí a placer, llegado como
estaba del campo. Y cuando ya se acercaba el día, se presentó ella y abrió la
puerta. Como yo le preguntara por qué hacían ruido de noche las puertas,
contestó que se había apagado el candil de junto al niño Y lo había vuelto a
encender en casa de los vecinos. Callé yo, pensando que era tal. Pareciome con
todo, señores, que tenía pintada la cara, aunque su
hermano no llevaba muerto todavía treinta días. Sin embargo, ni aun así dije palabra sobre el asunto y salí marchándome en
silencio.
Señores, tras estos hechos pasó un tiempo, y yo me encontraba
muy ignorante de mis propios males, cuando me vino una vieja esclava 9, enviada por una mujer con la que aquel cometía adulterio,
según oí después. Encontrábase irritada ésta y se consideraba ultrajada, porque
ya no visitaba su casa con la misma frecuencia, y se puso al acecho hasta que
descubrid cuál era el motivo. Acercóse, pues, la esclava y poniéndosie al acecho cerca de mi casa
dijo: “Eufileto, no vayas a plensar que vengo a ti por ninguna clase de enredo.
Resulta que el hombre que te injuria tanto a ti como a tu mujer es enemigo
nuestro. Con que te enterarás de todo, si coges a la sirvienta que os va al
mercado y os hace los recados y la interrogas. Es, continuó, Erastóstenes de Oe quien lo hace. No sólo es el corruptor de tu mujer, sino
de muchas otras. Ése es el oficio que tiene”.
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Una vez que Filipo dispuso de este modo las mutuas relaciones entre las ciudades por medio de esos, enaltecido por estos decretos y las respuestas, llegó con sus tropas y tomó Elatea, en la idea de que, por más que aconteciese, ya no nos pondríamos de acuerdo nosotros y los tebanos. Pero, por cierto, todos sabéis la confusión que entonces se produjo en la ciudad; escuchad, no obstante, brevemente los rasgos más esenciales e imprescindibles de aquélla.
Era ya plena tarde y llegó alguien junto a los prítanes
anunciando que Elatea había sido tomada. Y tras eso, unos, levantándose, al
punto, a mitad de la cena, echaban a los de las tiendas de la plaza y prendían fuego
a los zarzos dc mimbres, otros mandaban buscar
a los estrategos y llamaban al trompeta; llena estaba de confusión la ciudad. Y
al día siguiente, con el día, los prítanes convocaban al Consejo en su lugar de
reunión y vosotros marchabais a la asamblea, y antes de que aquel hubiese
tratado asuntos y adoptado resoluciones previas, todo el pueblo estaba sentado arriba.
Y después, cuando llegó el Consejo y comunicaron los prítanes lo que se les
había anunciado y presentaron al recién llegado y aquél habló, preguntaba el heraldo: «¿Quién quiere tomar
la palabra?» Pero nadie se presentaba. Y aunque muchas veces el heraldo repetía
la pregunta, no más por ello se levantaba nadie, pese a que estaban presentes
todos los estrategos y todos los oradores y a pesar de que la patria llamaba a
quien quisiera hablar en defensa de su salvación; pues la voz que emite el
heraldo de acuerdo a las leyes, justo es
considerarla voz común de la patria. Bien es verdad que si hubiera sido
menester que se presentaran los que querían la salvación de la ciudad, todos vosotros
y los demas atenienses, puestos en pie, os habríais encaminado a la tribuna;
pues sé que todos vosotros queríais que la
patria se salvase; y si esa obligación hubiera afectado a los más ricos,
habrían acudido los trescientos; y si hubiera
correspondido a quienes son a la vez ambas cosas, bien dispuestos para con la
ciudad y ricos, se habrían presentado
los que después de aquello aportaron tan generosas donaciones. Pues esas
donaciones las hicieron tanto por su buena voluntad como por su riqueza. Pero,
a lo que parece, aquella ocasión y el día aquel
reclamaban a un hombre no sólo bienintencionado y rico, sino también a uno que hubiera seguido de cerca el desarrollo de los
acontecimientos desde el principio y hubiese reflexionado rectamente
preguntándose por qué actuaba Filipo de esa manera y qué pretendía; pues el que
no conociera esos extremos ni los hubiera examinado con esmero desde tiempo
atrás, ni, aunque fuese bienintencionado y rico, iba a saber mejor lo
que era necesario hacer ni iba a poder aconsejaros. Pues bien, ese hombre que
apareció aquel día fui yo y presentándome os dirigí una alocución que quiero me
escuchéis prestando atención, por dos razones: una, para que sepáis que yo fui
el único de entre los oradores y hombres de estado que no abandoné en
los peligros mi puesto de bue.na intención, sino que en él se me encontraba, al
pasar revista, hablando y proponiendo las medidas que convenían para vuestro
bien en medio mismo de aquellas terribles circunstancias; y la otra razón, para
que gastando poco tiempo seáis mucho más duchos para el futuro en la totalidad
de la administración pública. Así pues, dije: […]
[1] Los atenienses luchaban por
quedarse en su ciudad. La alternancia planteada a la conquista persa no era el
sometimiento y obediencia al invasor, sino la evacuación completa de toda la
ciudad y su emigración a alguna de sus colonias mediterráneas.