LOS NOMBRES GRIEGOS



Cada griego ostentaba solo un nombre. No había apellidos. Ello hacía que el número de nombres proliferara y se diversificara muchísimo, con el fin de poder distinguir a cada cual. Aun así, con todo, la confusión estaba servida y se hicieron necesarios otros medios para poder diferenciar en casos de homonimia. Por ejemplo, se solía recurrir a añadir, al nombre de pila, el del padre en genitivo. Así, por ejemplo, debía de haber más de un Sócrates en Atenas, porque se le conocía también por el nombre de su padre: Σωκρατης Σωφρονισκου (Sócrates el de Sofronisco (el hijo de Sofronisco). No es muy diferente a lo que pasa hoy en ciertos ámbitos rurales, ¿no? (p.e., Antonio, el de Perico de la Pelá).

El otro gran medio para desambiguar a alguien era mediante su lugar de procedencia, también puesto en genitivo (CN del nombre propio). También en el caso de Sócrates le reconocemos por el nombre de su demo ateniense, su barrio: Σωκρατης Ἀλωπεκῆς (Sócrates de Alopece).

Uno y otro, el nombre del padre y el nombre del lugar de nacimiento, actuaban a modo de especie de apellido informal, no oficial. Más ejemplos: el historiador Θουκιδιδης Ἀθηναῖος (Tucídides el ateniense); o el también historiador Ἡροδοτος Ἁλικαρνασσευς (Heródoto Halicarnasio (de Halicarnaso)). Al gran Pericles, el superestadista ateniense del siglo V a.C. lo conocemos rimbombantemente por el doble procedimiento: Περικλῆς Ξανθιππου, Χολαργευς (Pericles, hijo de Jantipo, Colargense (del demo de Colargo)). 


Por último, había otras formas de nombrar a un niño. Si uno quería innovar, no estaba prohibido ponerle al hijo el nombre del padre. Entonces, se podía usar un diminutivo, igual que si hoy conocemos al padre como Pepe y al hijo como Pepico, para diferenciarlos. Así, tenemos noticia de un tal Φωκιων, Foción, cuyo padre era un tal Φωκος, Foco. El sufijo –ιων actuaba como diminutivo.

Otra opción era que se nombrara al personaje con un apodo fruto de alguna característica notable, física o mental. Así, a Demóstenes se dice que le dieron en su niñez el apodo de Βαταλος (Tartamudo). Y fíjate a dónde llegó: el mejor orador de toda Grecia. Y el auténtico nombre del filósofo Platón fue, al parecer, Ἀριστοκλῆς (Aristocles), mientras que Πλατων no era más que un mote procedente del adjetivo πλατυς, que significa “ancho”. Se dice que Platón era ancho de espaldas.

Otro medio de nombrar a un hijo era recurrir al solemne estilo de Homero. Con el sufijo –ιδης añadido a un nombre, normalmente al del padre o algún ancestro, se formaba el patronímico de alguien. Así, alguien muy redicho o pijo, podía estar tentado de ponerle a su hijo un nombre como el de los héroes de la Ilíada: Πηλειδης, hijo de Peleo, o sea, Aquiles; Λαερτιαδης, hijo de Laertes, o sea, Ulises; Ἀτρειδης, hijo de Atreo, o sea, Agamenón (o Menelao).

En cuanto a las mujeres, la cosa funcionaba aproximadamente igual. En su caso, no obstante, para apodos, se podían escoger NOMBRES HIPOCORÍSTICOS con referencias a cosas más delicadas: véase, por ejemplo, la Μυρρινη de la comedia Lisístrata, cuyo nombre significa Mirto. Otros nombres delicados de mujer: Γλυκερα (Dulce), Ἡδιστη (Dulcísima), Ἀσπασια (Cariñosa). Una tal Φιλαινίς (Amorosilla), hetera del siglo IV a.C., fue autora de un manual sobre la seducción, el noviazgo y el sexo. También fue famosa la hetera Λαις (Botín). Entre dichos nombres también se pueden colar los de animales. Fue famosa, por ejemplo, Φρυνη (Sapo), la más hermosa de las heteras.


En la misma onda hipocorística, fue mecanismo aceptable también el uso para las mujeres del diminutivo, pero no solo, sino reforzado por el empleo del género neutro. Es decir, podía darse el caso de que, frente a un hombre de nombre con sufijo masculino Ἀριστ-ιων (El Mejorcito), a una mujer se la llamaría con el correspondiente sufijo neutro Ἀριστ-ιον (“La Cosita mejor”). Otras opciones: Mικριον (Cosita pequeñita), etc. 

Fue moda en época clásica inventarse el nombre del hijo recurriendo a un compuesto de dos raíces. Así, Λυσι-στρατη es “La que disuelve los ejércitos”, mientras que Κλεο-πατρα, la reina griega de Egipto,  era “La gloria de su padre”.
Por supuesto, ocurría lo mismo con los nombres masculinos. El héroe Heracles, era, por su parte, “La gloria de Hera”; cosa curiosa, tomar tu nombre a partir de tu mayor archienemiga.

Date cuenta, hasta aquí, de que era muy usual tener en Grecia un NOMBRE PARLANTE; es decir, que tu nombre significara algo, un concepto reconocible. Hoy, no es tan común. ¿Quién sabe o piensa hoy en lo que significa David, Roberto, Rocío, Inés, Marta, Alvin o Mireya?

Otro rasgo curioso es la abundancia de nombres femeninos terminados en –ω: Ψαπφω (la poetisa Safo), Λαμπιθω (Lámpito, personaje de la Lisístrata), etc.

También fue común el empleo de los nombres de divinidades (teofóricos), tanto en mujeres como en varones. Por ejemplo, Δημητρια (Demetria) a partir de Δημητηρ, ο Ἀρτεμισια a partir de Αρτεμις, la diosa cazadora. Se evitaban, eso sí, los nombres divinos de mal agüero, como Πλουτων (el dios del Hades), etc.

A un niño se le solía poner el nombre en el décimo día del mes, Δεκατη ἡμερα (el día décimo), en las ANFIDROMÍAS (τα Ἀμφιδρομια). Se hacía una comida de presentación en sociedad, que significaba reconocimiento de paternidad del niño. Y la cosa era tan tarde para comprobar que el niño era un espécimen destinado a sobrevivir.